jueves, 15 de enero de 2015

Carta a un difunto



CARTA A UN DIFUNTO

Querido hermano:

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que escribí a esta dirección, pero permíteme que lo haga al menos una vez más. Las flores acaban de nacer después de un largo invierno y el tiempo es propicio para expresar mis más sinceros pensamientos hacia ti.
Recuerdo que mamá solía decir: “Apoyaos los unos a los otros, no renunciéis jamás a vuestra sangre”. Y lo intento; de verdad que estoy intentando ayudarte. Aunque ni siquiera sé dónde estás, ni si estas cartas que te envío permanecen aún selladas, quiero creer que, donde quiera que estés, las lees.
Tus hijos se están recuperando poco a poco de esta pérdida. Fueron demasiados días de dolorosa agonía y demasiadas noches en vela con temor a un futuro incierto, pero aún conservan  las ganas de vivir. Saben que tienen un largo camino por delante y mis pequeños han estado haciendo todo lo posible por retirar esa placa de hielo que se ha instalado este invierno en sus corazones. Sus emociones ya casi no se resbalan con la lluvia y cada vez pasan más tiempo jugando en la fresca y suave hierba de la primavera.
El mar arremete hoy fuertemente contra las rocas del acantilado, quizá intentando despertar esa alegría que lleva dormida tantos meses; los niños se acercan a una distancia prudencial para ver cómo rompen las olas y salpican sus mejillas sonrosadas. Ríen de esa manera infantil que solo conocen los que viven el presente como si fuera el momento más feliz de su vida. Esta imagen consigue que derrame lágrimas de gratitud mientras escribo al comprobar que son capaces de seguir adelante, de sonreír sin temor a que sea la última vez que lo hacen.
Sin embargo, a pesar de todo, te echan de menos.
Frente a mí, entre la verde y fina hierba de la pradera, crece un diente de león. Ahora está tranquilo, disfrutando de los apacibles días de sol; pero, cuando esta joven y dorada flor madure, una leve brizna de viento bastará para que sus frutos echen a volar.
Pronto, a tus hijos les pasará lo mismo. Y, tal vez, cuando llegue ese momento en que les tocará a ellos elegir su propio camino, ni siquiera se acuerden de aquel hombre que los abandonó cuando más lo necesitaban. Tal vez algún día se pregunten: “¿Qué fue lo que hicimos para que nos dejara atrás? ¿Tan terribles éramos para él?” Y yo, al tiempo que mi alma se desgarra al recordar la oscuridad en la que un día ya muy lejano te vi envuelto, les responderé: “No fue culpa vuestra, hijos; lo que ocurre es que vuestro padre no tuvo la fuerza, el valor ni la entereza suficientes para asumir solo la enorme responsabilidad que vuestra madre le dejó al morir”.
No sé dónde estás, acaso en algún lugar sumido en las sombras de un océano de dolor y tristeza, errando en tu propio sufrimiento, lejos del mundo; pero tienes que despertar ya. No permitas que el recuerdo de tu difunta esposa te torture y te aísle de los demás. El sol ya ha salido, la primavera ha venido; el frío se ha ido y, con él, la escarcha. Las flores hacen brillar la pradera con colores cálidos y el mar se regodea en su furor. La vida estalla a nuestro alrededor con energías renovadas.
Los niños todavía piensan en ti, pero ya no van al camino esperando verte aparecer. Regresa antes de que te olviden y recuerda que no estás solo.

Te quiere

***

La carta reposaba en uno de los asientos delanteros. El camino rural que llevaba al acantilado estaba desierto; tan solo lo ocupaba un coche solitario aparcado en el arcén que no había conseguido llegar a su destino. Al volante, un hombre de aspecto abatido dudaba.
La casa junto al acantilado parecía deshabitada. Probablemente, sus inquilinos habían ido a la pradera que había más allá y desde la que se podía ver cómo las olas embestían el muro de rocas. Nadie podría haberse percatado de su llegada, y nadie tendría por qué enterarse jamás de que había estado allí.
Sin embargo, algo lo retenía en aquel lugar, obnubilado, sin atreverse a avanzar y sin osar retroceder. Había leído aquella carta tantas veces que se la sabía de memoria, y gracias a ella había logrado escapar por fin de su negro letargo, pero el miedo se había instalado en su corazón y lo oprimía con más fuerza que el dolor por la muerte de su esposa…
Y, en ese momento, el viudo, que hasta entonces se hallara inmerso en sus cavilaciones, tomó una decisión. Más tarde comprendería que había sido la acertada, pero no fue hasta que un día se acercara al borde del precipicio a escuchar los versos del oleaje cuando concibió que su amada lo había perdonado.
Observó aquellas palabras de trazos regulares por enésima vez y, llenando de aire nuevo sus pulmones secos, reanudó su camino.
                                                                                                                    
Aer

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