sábado, 21 de febrero de 2015

Cilla

Esta historia tiene tres partes:

Dedicatoria:
 A mi mejor amiga

Agradecimientos:
Gracias a Anita, por ser amiga, por ser crítica, por leer esta historia trescientas veces y ayudarme a mejorarla, por animarme a seguir

Y la propia historia…

CILLA

No recuerdo mi vida antes de ser abandonada. Solo consigo evocar los días en que caminaba por el arcén de una carretera solitaria con mi madre, sin saber a dónde ir, sin saber qué comer ni qué beber.
Hacía calor; era verano y haría días que no llovía, porque el suelo estaba árido y seco. Ni una brizna de viento conseguía alejar la insoportable idea de que nos estábamos muriendo de hambre y sed.
Mi madre era joven, y en sus ojos se reflejaba el dolor de quien lo pasa verdaderamente mal en la vida. Cada día que pasábamos a la intemperie, ella se esforzaba lo inimaginable por encontrar humedad en la tierra, algún insecto que tragar, algo con lo que sobrevivir. Si alguna vez descubría algo que se pudiera comer, siempre me lo daba a mí primero, y era consciente de que no aguantaríamos mucho tiempo encerradas en aquella insulsa rutina. Yo, en cambio, era muy pequeña para darme cuenta de lo que sucedía.
De aquellos días nefastos, solo la recuerdo a ella.
Una mañana, apareció una furgoneta. De ella se apearon dos hombres muy cerca de donde nos habíamos escondido, detrás de unas malas hierbas. Se aproximaron lentamente, pero no teníamos fuerzas para iniciar una huida precipitada, así que nos dejamos atrapar, resignadas. Instantes después, nos encontrábamos instaladas en la parte de atrás del vehículo, el cual empezó a vibrar mientras se desplazaba, provocándonos un mareo irremediable que nos duró todo el trayecto hasta quién sabe dónde.
Cuando llegamos, los hombres nos condujeron amablemente y con cuidado, para no hacernos perder el equilibrio (ya que nuestras vísceras seguían dando vueltas dentro de nuestro cuerpo), hacia un jardín vallado, y allí nos dejaron solas hasta que, poco después, apareció una mujer que nos trajo comida y agua. Bendita bondad, pensé.
Al poco tiempo, descubrimos que no éramos las únicas a las que habían rescatado de la miseria. En aquel pequeño refugio había otros como nosotras, abandonados, maltratados, lacerados. Y pronto nos hicimos amigas suyas.
Había pequeños, adultos y viejos. A mí me gustaba jugar a pelearme con los de mi edad, siempre bajo la atenta mirada del más veterano del lugar, ciego, medio cojo, pero con buen olfato. En ocasiones oía decir que no duraría mucho más tiempo; sin embargo, mientras resistía a la vejez y a la enfermedad, nunca perdía la oportunidad de pegarnos un buen grito para que tranquilizáramos nuestros ánimos. A quien más cariño cogí allí fue a la mujer que nos cuidaba. Siempre nos traía la comida y nos cambiaba el agua. Era muy simpática y me hacía muchas carantoñas que me alegraban el día. Nos trataba muy bien a todos.
Así transcurrió el resto del verano.
Pero,  al final, ocurrió algo nuevo, distinto.
Tenía visita.
No entendí por qué lo hicieron, pero, en el momento en que aparecieron aquellas personas, me dejaron sola en mi parcela junto a una compañera raquítica, y al resto se los llevaron a otras contiguas.
Mi madre estaba al otro lado de la valla.
Era la primera vez que nos separaban, pero yo, en mi inocente juventud, no me percaté de ese pequeño detalle. Y, debido a mi alocado carácter, no pude evitar ponerme a juguetear con los visitantes, asaltándolos cuando estaban desprevenidos mientras mi compañera raquítica se alejaba de ellos, asustada.
Así pasé un rato entretenido, hasta que se marcharon y pude estar de nuevo con mi madre. Entonces, yo no lo sabía, porque, cuando se es pequeño, lo más importante y lo único que te ocupa la mente es el juego; no te preocupas por nimiedades como el miedo y la desesperación. Así que no era consciente de los sentimientos encontrados que había experimentado mi madre al otro lado de la valla mientras yo bailaba con fuego junto a aquellos extraños visitantes.
Nuestra vida volvió a la normalidad después de aquel suceso, aunque no por mucho tiempo.
Después de una semana, soy arrastrada hasta la parte trasera de otra furgoneta, y, esta vez, mi madre no va conmigo.
Grité, la llamé, aullé, lloré, rogué por que me dejaran volver a su lado. En vano. El coche arrancó y no regresó. Después de ese día, jamás volví a ver a mi madre. Ni una sola vez.
Al cabo de un rato que se me hizo eterno, la furgoneta se detuvo y me permitieron salir. Pero me encontraba en un sitio completamente diferente. Sin dejarme tiempo apenas para echar un leve vistazo a mi alrededor, me condujeron a una de las casas que ocupan la interminable calle asfaltada. Allí, me recibió una mujer que se parecía a la de mi antiguo hogar, también muy simpática.
Está conmigo un rato y luego me deja encerrada en el garaje. No hay luz y me siento sola. El miedo consigue que mis esfínteres se relajen.
Más tarde, alguien abrió la puerta y me encontré cara a cara con las mismas personas que me habían visitado hacía una semana en mi parcela. Me puse muy nerviosa; de pronto, las cosas sucedían con demasiada rapidez y no me daba tiempo a asimilarlas.
Y otra vez lucían esa sonrisa amable y cariñosa. Pero yo lo único que quería era volver con mi madre.
Me pusieron un collar al cuello y ataron una cuerda a él; luego, me llevaron a rastras fuera de aquella casa.
De nuevo estoy en la parte de atrás de un coche y de nuevo este se empieza a mover.
¿Cuántas veces más me iban a trasladar?
¿A dónde iría ahora?


A pesar de mis miedos y mi incertidumbre iniciales, esta gente no estaba tan mal. Eran buenos conmigo; me daban de comer, me regalaban juguetes, me llevaban de paseo y me dejaban jugar con quienquiera que me encontrase por la calle o en el parque. Se preocupaban por mí. Aunque se enfadaban cuando orinaba donde no debía o cuando me alejaba corriendo demasiado. Y hubo un tiempo en que me llevaban mucho a un sitio donde había un señor que no dejaba de toquetearme y mirarme todo el cuerpo; creo que era por mi bien, pero me molestaba.
Lo que no me ha gustado nada es algo que hicieron unos años atrás conmigo, con mi cuerpo. Eso de abrirme la tripa y empezar a quitarme órganos para que no me reprodujera.
Creo que, en el fondo, ellos no querían someterme a semejante operación. Pero, al parecer, no tenían opción. Al parecer, venía en el contrato de adopción de cachorros.
Después de eso, el problema derivó en un seroma del tamaño de un puño que esperaban que se reabsorbiera por sí solo al cabo de un mes, y, mientras tanto, tuve el juego restringido porque no podía hacer ejercicio en exceso por si la cosa se ponía fea.


Anoche soñé con mi madre; la de verdad, no la adoptiva. Poco a poco me he ido olvidando de ella, y a veces, su recuerdo me asalta en sueños. Una vez oí que también la habían adoptado otras personas. ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Se acordará de mí? ¿Me echará de menos como yo a ella? No puedo evitar un estremecimiento.
Mi cuerpo se agarrota al pensar que hemos sido creados exclusiva e injustamente para proporcionar compañía y servicio al ser humano. Y, a pesar de ello, a pesar de estar siempre a su disposición, todavía hay perros abandonados, maltratados y lacerados que se hallan solos en algún lugar de este mundo.



Aer

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